ESA GENTE QUE PASA A MI LADO


Créanme que toda esa gente que pasa a mi lado tiene una historia digna de conocer, y que cualquiera de nosotros podría descubrirla con sólo meterse en los pliegues de sus cuerpos, que es donde todos escondemos nuestras historias. Pero yo voy a elegir sólo una para contarles a ustedes. Todavía no he decidido si será la del señor que está sentado en la mesa de la izquierda, la que da a calle Córdoba, y que lee el diario mientras espera que se enfríe el café, o la de esa mujer tan pintarrajeada que no para de fumar.
Creo que voy a desechar la de la mujer. Sí, ya lo he decidido. No me importa. Esas pitadas profundas y continuas no me hablan más que de angustias inmanejables. Y hoy no tengo ganas de hablar de angustias o de histerias provocadas por hechos insustanciales. Por eso voy a dedicarme al señor que lee el diario porque les aseguro que con sólo ver sus gestos y sus movimientos más ínfimos me siento en condiciones de contarles muchas cosas de él, como por ejemplo que una tarde cuando era muy niño abrió la puerta de su casa con una sonrisa que le atravesaba la cara, pero parece que se quedó mudo cuando vio que parada en esa misma puerta, con una mirada que lo llenó de miedo había una extraña que ... Les pido que me disculpen. No puedo seguir con esta historia. Les parecerá una falta de consideración pero les doy mi palabra que desde otra de las mesas me llega en forma de brisa tentadora la historia de alguien mucho más interesante. Quizás en este momento se sientan defraudados, pero créanme que les digo la verdad. Es una mujer. Tiene unos ojos grandes y hermosos a pesar del brillo que los años le han robado. Se ve claramente que está inquieta. Cada menos de dos minutos, con sus manos blancas y arrugadas se tira hacia atrás un mechón de pelo que le cae sobre la cara.
Supongo que ha llegado sola, al menos lo está en ese momento en que le pide un cortado doble al mozo. El frío húmedo de la calle se le debe haber metido en los huesos.
Desde mi lugar veo sus manos inquietas que no dejan de arreglar el pelo, revolver el azúcar de su cortado y jugar con el ticket. Mirándola me pregunto si me gustaría hablar con ella, y llego a la conclusión de que no solamente me gustaría hablar sino que quisiera que fuera unos años más joven para enamorarme de ella. Tiene una boca de labios carnosos. Lástima que le estén dibujando ese gesto de amargura porque pienso que en vez de amargura debería sentir felicidad por lo que le sucedió anoche. Antes de morir, él pensó en ella después de tantísimos años, y se lo hizo saber.
Lo había conocido cuando era casi una niña en el conservatorio de música al que iba sólo para no defraudar a su padre, un vasco porfiado y autoritario que manejaba a cada uno de los miembros de la familia como si fueran marionetas.
Jorge era bastante mayor que Noelia (que es el nombre que elegí para la hermosa mujer) y de más está decir que cuando el vasco se enteró del noviazgo le prohibió que volviera a verlo. Por supuesto que Noelia hacía honor a su ascendencia vasca y en vez de obedecerle transformó la relación en una sucesión de encuentros clandestinos. Y para mantener contento a su padre, o para ser más preciso, para distraer su atención, empezó a pasar largas horas frente al piano y llegó a dominar perfectamente las técnicas aunque nunca pudo imprimirle sentimiento a su música.
Es una lástima que sus labios dibujen ahora ese gesto amargo. Era tan alegre, tan puro movimiento en aquel entonces. Seguramente su alegría empezó a apagarse el día que se enteró del embarazo. Por muy independiente que quisiera ser, la época de su juventud era otra. Calculen que ella ahora tendrá setenta años. Calculen que en su época, por liberal que se pretendiera ser, no resultaba fácil mostrar con naturalidad un embarazo. Y estoy en condiciones de decirles que su alegría se terminó de apagar cuando vio la reacción de Jorge al contárselo. Sintió que era la primera vez que él se mostraba como realmente era y a ella no le gustó. Entonces decidió no verlo más.
Después del aborto no tocó más el piano. En su casa nadie podía entender su repentino desinterés por la música. Es que nadie se había enterado de lo ocurrido, sólo una tía soltera apenas unos años mayor, que la había ayudado.
Cuando murió su padre, sin las presiones para que fuera una gran concertista, volvió al piano. Se dedicó a dar clases mientras creaba un mundo de irrealidades alrededor de Jorge.
Habían pasado veinte años. Una tarde volvió a encontrarlo. Ella salía de una farmacia y él entraba. Sus cuerpos casi se rozaron. Se sintió tan confundida que ni lo saludó. Intentó escapar pese a no saber si él la había reconocido. Las piernas le pesaban y un golpeteo indomable le sacudía el pecho. Él la alcanzó y la invitó a tomar un café. Ella aceptó.
Noelia veía las arrugas y las primeras canas de Jorge. También estaba más gordo y había perdido aquella pasión al hablar. Le contó que se había casado pero le aseguró que nunca había podido olvidarla, y le propuso que se siguieran viendo. Ella se negó. Tenía miedo de que todo fuera una mentira. Tenía miedo de embarcarse en nuevos sueños. No quería volver a sufrir y se negó.
Pasaron otros veinte años. Anoche a las once Noelia se despertó sobresaltada y con un dolor muy agudo en el pecho. Le costó un buen rato recuperar el ritmo normal de su respiración. Por un momento pensó en llamar al médico pero decidió esperar sentada en la cama, quieta, hasta que se le pasara. Después volvió a dormirse.
Esta mañana se levantó y preparó su desayuno. Mientras untaba con manteca y miel una tostada, vio un pequeño recuadro en el diario que informaba sobre la muerte de Jorge ocurrida a las veintitrés del día anterior. Desde entonces no se escapa de su boca ese gesto de amargura y esa inquietud de sus manos que no dejan de arreglar el pelo, revolver el azúcar del cortado y jugar con el ticket, sin comprender que debería sentirse feliz por lo sucedido anoche. Antes de morir, él pensó en ella y se lo hizo saber.


Cuento del libro “DOMINÓ” de Alicia Cámpora - YAGUARÓN EDICIONES- 2004