NADA HACIA SUPONER



A Alberto Lagunas


Nada hacía suponer que aquella noche volvería a encontrarla. Cuando salí del cine con una mezcla extraña de plenitud y desarraigo, el frío se estrelló en mi cara haciéndome detener. Me abroché el abrigo y con la bufanda me cubrí las orejas. Nunca había soportado el frío en las orejas. Se me enfriaban hasta dolerme, como si me clavaran puntas filosas en los cartílagos. Voy a tomar un taxi, pensé, pero inmediatamente deseché la idea. Caminaría despacio hasta llegar a casa así conservaría ese sabor agridulce que se me había filtrado en los huesos después de ver la película.
No sé si el olor de las calles, su silencio habitual en las madrugadas o el nuevo negocio que ocupaba el lugar de la antigua zapatería, pero lo cierto es que volví a encontrar- la. Fue en la esquina de Roca y Nación (a pocos pasos después de doblar por Roca) cuando la descubrí. Ahí está, me dije deteniéndome abruptamente. Iba una media cuadra delante de mí pero tuve la certeza de que si hubieran sido diez las cuadras que nos separaban, también la hubiese reconocido. ¡Cómo no!
Caminaba apurada. Iba sola igual que yo. Llevaba el tapado blanco y el gorro tejido de color turquesa que usa-ba todos los inviernos evitando que el frío le perforara las orejas.
Me dejé llevar por el primer impulso y la llamé. Apuré el paso para alcanzarla, quería preguntarle cómo estaba, quería contarle de mí, pero por sobre todo tenía curiosidad por saber de ella. Cuando la alcancé no supe qué decir. Me arrepentí de haberla llamado. ¿Para qué?, me pregunté. Si yo misma la había arrancado de mí. La había separado célula a célula de mi cuerpo y la había abandonado. A pesar de todo en seguida cambié de idea porque vi en sus ojos que se alegraba de verme. No obstante, nos saludamos fríamente. A ella siempre le había costado expresar sus sentimientos. ¿Por timidez? Nunca había encontrado otra explicación. Yo sabía que su interior era un nido tibio y envolvente para los que quería, sólo que no lo podía ex presar. En mí seguía ocurriendo lo mismo.
- Vengo del cine, dije estúpidamente, sin ocurrírseme nada más original, y sin mirarla.
Me saludó y metió las manos en los bolsillos del saco.
-Vamos a tomar un café, me dijo con un tono más imperativo que de pregunta.
Caminamos algunas cuadras en silencio. De vez en cuando nos mirábamos y cuando no lo hacíamos directamente, yo sentía que me espiaba. Intuía cierto triunfo, cierta satisfacción en esas miradas furtivas e inquisidoras. Me ponía nerviosa, me empequeñecía.
Al llegar al café, elegimos las dos, sin necesidad de palabras, la misma mesa.
-¿Contra la pared?, leí en sus ojos, y ahí sí supe que en ellos había una burla gozosa.
Nos sentamos una frente a la otra, lo que me permitió (y a ella también) ver su cara con total nitidez. Sus ojos verdes eran jóvenes y brillantes, la boca fresca, sin surcos que delataran el paso de los años y el pelo ondulado, totalmente castaño. Noté las diferencias ( mientras revolvía el azúcar de mi café) en mis manos con rastros de exceso de agua y detergente, en la boca levemente caída y el pelo ondulado y castaño sembrado de canas.
Tomamos el café en silencio, sólo nos mirábamos. Yo sentía cierto temor ( sobre todo cada vez que clavándome los ojos se acomodaba el gorro tejido de color turquesa para impedir que el frío perforara sus orejas) porque percibía su deseo de arrollarme, de meterse nuevamente en mi piel y desplazarme, abandonarme a un espacio sin límites como yo había hecho con ella unos años atrás.
-¿Y a vos cómo te va? Le pregunté intentando otra vez una sonrisa estúpida, reservada.
-…
-Nunca pensé que volvería a encontrarte, insistí tratando de hacerla hablar, intentando romper el silencio absurdo que me exasperaba.
-Es el olor de las calles, su silencio habitual en las madrugadas. ¿Cómo te ibas a escapar? ¡A quién se le ocurre, afirmó encasquetándose una vez más el gorro turquesa.
El silencio nos envolvió en una niebla de nostalgia. Entrecuzamos miradas de tiempo, de reproches, de negaciones. Nos reímos abiertamente al descubrir que las dos estábamos multiplicando papelitos hasta formar una montaña blanca con diminutas rayas violáceas. Siempre aparecía en mis ojos su mirada burlonamente triunfadora. Ya sé, no digas nada, hay cosas que perduran.
-¿Y los chicos?
-Iguales a …
-¿Tu marido?, me preguntó con los ojos rebalsando amor.
-…
Me preguntó por mamá, por papá, por los tíos. Recordamos burlonamente el viaje de estudios (que era todo ella) que hicimos con tanta inocencia, con tantos prejuicios paralizándonos. Recordamos los fines de semana en casa de amigos. Esos sábados que eran más observación (de parte nuestra) que charlas, más respeto por los demás (también de parte nuestra) que ganas de sobresalir o de imponer la voluntad. En eso sigue estando, pensé muy secretamente (jamás le daría el gusto de admitirlo). Entonces, por primera vez en la noche, un sentimiento de culpa me hizo estremecer, sentí que en cualquier momento mis fuerzas se evaporarían y ella lograría lo que se había propuesto desde el exacto minuto en que nos encontramos. No estaba dispuesta (pese al sentimiento de culpa ) a permitírselo, por eso aspiré profundo para llenarme entera de esa noche del ochenta y siete.
-Se hace tarde, me dijo remontándome a horarios que cumplir y caras de reproches por retrasarme, caras que indefectiblemente encontraba al abrir la puerta los sábados en las madrugadas.
-Puedo llegar cuando se me dé la gana, le contesté con rabia.
-Mirá la hora que es, por qué tan tarde, qué te dije antes de salir, el sábado que viene te quedarás en casa. . . , enumeraba sin parar, histéricamente, imitando la voz de mamá.
-A mí ya no me pasa, eso te seguirá pasando a vos, le dije atravesándola con la mirada.
-Puede volver a pasar. . ., dijo con el mismo sarcasmo que había presentido todo el tiempo.
Simulé no escucharla, junté los papelitos rotos desparramados en la mesa y los puse en el cenicero. Después de llamar al mozo y pagar los dos cafés, me abroché el abrigo, cubrí mis orejas con la bufanda y salí del bar. No la miré.
Sentí sus pasos detrás de mí. Me seguía. Incansable. Una vez que me alcanzó, caminó a mi lado en silencio. La noté nerviosa, inquieta, como si una extraña ansiedad devorara su cuerpo. Tuve, ciertamente, la urgente necesidad de escapar. No quería permitir que se adentrara en mí hasta rasgarme los huesos, incrustándose en ellos para imposibilitar mis intentos de abandonarla. Ella sabía que yo intentaría arrancarla de mí una vez más.
Caminamos en ese estado de inquietud durante dos cuadras. En la esquina de Roca y Garibaldi no soporté más su presencia. Quise correr, alejarme lo más rápido posible. Lo hice, pero una necesidad asfixiante me impidió continuar. Necesitaba despedirme, no podía irme así. Me detuve y dejé que me abrazara. Yo también la abracé fuerte. No dijimos nada. Sólo el abrazo profundo.
Cuando nos separamos no la vi. Había desaparecido como una visión fantasmagórica. Sin pensarlo, sin buscarla, seguí caminando rápido, triunfante, con mi gorro tejido de color turquesa que usaba todos los inviernos, para impedir que el frío perforara mis orejas.


Cuento del libro “NADA HACÍA SUPONER” de Alicia Cámpora - Fondo Editorial San Nicolás- 1988

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